domingo, 7 de diciembre de 2008

Parte I: Mañana de mercado

Esta historia se la dedico a Mary, mi princesita, porque, aunque no se la haya enseñado nunca, me acordaba mucho de ella mientras la escribía, y también a mi hermana, María José, porque sin ella no sería capaz de escribir ni mi nombre XD. Espero que os guste.

Se miraron en silencio durante un instante, apenas unos segundos, de forma imperceptible para el resto de transeúntes que abarrotaban la plaza del mercado el primer domingo de cada mes. De todas formas, ¿quién prestaría atención a dos niños que se miran entre el gentío? Él tenía 8 años, éra el menor de tres hijos de una familia acomodada de la ciudad e iba a un prestigioso colegio privado con sus hermanos. Ella tenía apenas 5 añitos, provenía de una respetada familia de artesanos y labradores del pueblo y acababa de terminar el último año de preescolar en el colegio público local, el mismo donde habían estudiado sus padres, sus tíos y hasta uno de sus abuelos.

_ Anita, niña, ve y dile a mamá que no nos queda agua_ musitó la abuela de la niña mientras la ayudaba a bajar de la silla en la estaba sentada.

_ Vamos, Pablo, no te quedes atrás_ dijo el padre de él mientras lo sujetaba de la mano para no perderlo.

El pequeño Pablo echó a andar presuroso tras los pasos de sus padres y hermanos, y, mientras se alejaba, no pudo evitar volver la cabeza hacia el puesto de flores y plantas que dejaba atrás, del que estaba saliendo Anita dando saltitos. No era una niña especialmente guapa: tenía el pelo rizado de color castaño oscuro que le caía enamarañado un poco por debajo de los hombros; era más bien flacucha y estaba cubierta de sudor, tierra y hojas, y tenía varios arañazos de ramas en los brazos y las piernas. Sin embargo, entre todo ese desastre, destacaban don grandes ojos de color avellana, con unas pestañas largas y espesas, y una sonrisa de pequeños dientes de leche donde se echaba en falta un premolar. Pablo pensó que esos ojos eran los más bonitos que había visto nunca.
En ese momento la niña dejó de saltar, miró hacia donde estaba Pablo y se despidió de él agitando enérgicamente la mano y sonriendo. Él se ruborizó, le devolvió el gesto con una sonrisa tímida y volvió a mirar al frente. Cuando, un poco después, quiso volver a mirar, ya no se veía el puesto de plantas ni tampoco a Anita, y el niño se dio cuenta por primera vez en su vida de que se podía echar de menos a alguien hasta el punto de querer llorar, incluso si ese alguien es una completa desconocida cubierta de tierra.


Nota: Este relato está sacado de uno mucho más largo que escribí hace ya tiempo (y que no le he enseñado a nadie), pero aún no estoy segura de si publicaré o no el resto de la historia, ya que tendría que adaptarla para sacarla por partes. Si al final me decido lo avisaré y separaré las entregas con etiquetas. También es posible que, en tal caso, cambie el título de esta entrada.