martes, 12 de octubre de 2010

Un paso y ocho siglos

Esta entrada va para el señor Belfort.  Lo prometido es deuda, ¡y con esto sumo 80 € a tu cuenta!  Muahahahaha

   Avancé sobre el puente levadizo de la ciudadela, saboreando con cada paso que daba el levísimo quejido de los inmensos tablones de madera.  Me detuve un instante a la sombra del imponente arco de la entrada, escapando de los rayos del Sol que caían sin clemencia sobre el gentío que se agolpaba en la plaza, fuera de las murallas.  La vista del foso, vacío de agua pero forrado de un verde vivo, no dejaba de ser hermosa, pero nada podía compararse con lo que tenía de frente...

   Las calles estrechas y retorcidas, con toscas canaletas que se ramificaban como venas buscando la salida de los desagües; las altas casas de piedra con sus tejados ennegrecidos; las robustas murrallas coronadas de almenas, con sus torres de tejas azules, rodeando a la ciudad en un abrazo protector...  La luz, los sonidos, el olor del aire...  Todo me embriagaba de una forma similar a un vino dulce que comienza a embotar los sentidos. 

   Adonde quiera que fuese, algún reflejo del pasado sacudía mi imaginación y la línea entre lo que veía realmente y lo que brotaba de mi mente se volvía difusa.  Veía a los turistas curioseando en las tiendas, a los empleados acarreando cajas desde las puertas traseras y a los habitantes avanzando por las calles a trompicones con bicis o motos entre la muchedumbre, tratando de llegar a sus casas.  Pero, de pronto, todo esto se difuminaba, desaparecía, y sólo quedaban sombras ilusorias de un pasado que se escapaba al galope de mi propio cerebro. 

   Un soldado que me miraba con cara de pocos amigos bajo un pesado yelmo, un panadero que discutía a voces con un vecino, una anciana que miraba desde detrás de una ventana, una mujer rica que se paseaba escoltada por un séquito de sirvientes...  Todo pasaba ante mis ojos sin que lo viera nadie más que yo, como un secreto que me contase la ciudad.  Porque, de eso no me cabía la menor duda, la ciudad tenía, a su manera, vida propia, y como un ser vivo hablaba con su lenguaje único y especial.

   La noche se acercaba, y, poco a poco, las calles se fueron vaciando y los turistas abandonaron la ciudadela.  Yo me quedé allí, sentada junto a las almenas de las murallas, escuchando los ecos lejanos que se derramaban desde las plazas y los restaurantes del centro de la ciudad, de aquella maravillosa ciudad congelada en el tiempo que era Carcasona. 

1 comentario:

  1. Me gusta el uso de la metáfora en la narración descriptiva, queda poético! +1 a esta entrada srta! :D Le puedes sacar mucho partido a tu viaje para este blog!

    Sigue así!^^

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